Uno pensaría que si las
enfermedades prevenibles mediante vacunación como el sarampión, la tos ferina, o
el tétanos provocan más muertes al año que el cáncer de útero o el
cáncer de la piel, nadie se opondría a que se evitaran esas
muertes.
Uno pensaría que la sola erradicación
absoluta de la viruela sería un argumento lo bastante contundente sobre los
beneficios de la vacunación.
La viruela mató, sólo en el siglo XX (hasta
1977, fecha de su erradicación) a entre 300 y 500 millones de personas.
Más que todas las atroces guerras y acciones de exterminio organizadas por los
seres humanos (campos de concentración, gulags, hambrunas ideológicas,
revolución cultural, campos de la muerte en Camboya, etc.) en ese atroz siglo.
El 80% de los niños contagiados morían.
La viruela era además la
causante de alrededor de un tercio de todos los casos de ceguera en el
mundo. Un esfuerzo mundial de vacunación la erradicó salvando unos dos millones
de vidas al año.
Uno pensaría que la erradicación de la
poliomielitis en los países opulentos sería un argumento irrebatible en favor de
la vacunación.
Sala de pulmones de acero en un
hospital estadounidense, 1953. (Foto D.P. FDA vía Wikimedia Commons) |
La polimielitis empezó a presentarse en la
forma de epidemias reconocibles por todo el mundo a partir de 1910. Miles y
miles de niños (y también adultos) quedaban paralizados por el contagio
de la enfermedad, que ataca al sistema nervioso central. En los años 50 eran
comunes los "pulmones de acero", cámaras de compresión y descompresión en
las que debían vivir las víctimas a las que el virus de la polio les había
paralizado el diafragma. Sin ellos morían asfixiados. Y es incurable. En
1988 se producían unos 350.000 casos en el mundo y era endémica en 125
países. En 2010, gracias al esfuerzo de vacunación, sólo hubo 1.352
casos y la polio sólo es endémica en tres países: Afganistán, Nigeria y
Pakistán.
Uno pensaría que la ausencia de sufrimiento y muertes de
niños que implica la disminución en la incidencia de meningitis, sarampión,
paperas, tosferina, varicela, tétanos, neumonía y otras enfermedades sería
un argumento contundente en favor de la vacunación.
Ninguna otra
intervención médica y de salud ha sido tan impresionantemente eficaz para
reducir el sufrimiento humano en toda la historia de nuestra
especie.
Pero un perverso movimiento ha dedicado enormes esfuerzos a
evitar que la gente piense en estos hechos y datos, y se ha dedicado a
promover el pánico y la preocupación afirmando que las vacunas son malignas.
El tipo de
malignidad que se aduce sobre las vacunas varía. Una afirmación (demostradamente falsa) es que la vacuna triple vírica provoca
autismo. Otra es que las vacunas contienen mercurio que envenena a los niños, lo
cual es una mentira compleja. La mayoría de las vacunas no contienen compuestos
de mercurio como conservantes, para empezar. Las que lo contienen es en
cantidades muy inferiores a las que podrían ser tóxicas, como se ha demostrado
estudiando
los niveles de mercurio en sangre de niños vacunados. Y, por supuesto, no se han hallado evidencias de que este conservante de
algunas vacunas, el timerosal, cause daños). Otra es que las vacunas contienen todo tipo de
componentes repugnantes o peligrosos o que simplemente suenan
amenazantes.
Nada de ello tiene evidencias. Sólo el miedo de
personas desinformadas y el interés de los alternativistas de la salud, los
posmodernos de la muerte, los mercaderes de la irracionalidad. Y una concepción
sobre el derecho que dicen tener, como padres, de torturar, mutilar, discapacitar o matar a sus hijos como si
fueran ganado u objetos de comercio.
No vacunar tiene un precio. Se paga
con vidas, principalmente de niños. Un precio que, uno pensaría, nadie
estaría dispuesto a pagar.
Uno se equivoca con frecuencia.
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