Publicado en "Diario Español de la República Constitucional"
Si había una característica específica de la civilización occidental
era la capacidad de revaluarse constantemente, de hacer crítica y
rectificar cuando era imperativo. Y aunque la memoria colectiva fuera
frágil y estuviera al albur de los cambios generacionales, el
reconocimiento de nuestra Historia nos servía para en última instancia
evitar descarrilar.
Este espíritu crítico es lo que nos ha permitido avanzar mediante la
prueba y el error, convirtiendo nuestra civilización en la más racional.
Evidentemente, no hay civilización perfecta. Pero esta capacidad de
reevaluación nos ha permitido rectificar y progresar, evitando quedar
atrapados en un bucle temporal sin solución como ha sucedido con otras
civilizaciones o, mejor dicho, culturas.
En efecto, la característica de la sociedad occidental es la crítica y la renovación continua, una virtud tan antigua como la Controversia de Valladolid, de 1550. Sin embargo, esta crítica se desquició, derivando en una ruptura total en los años 60 (desconexión
con la tradición). Entre los 60 y los 70, la capacidad de reevaluación
occidental se transformó en la negación de lo que somos; dejó de
servirnos para avanzar, para descartar lo que no funcionaba, y empezó a
desconectarnos de nuestro pasado. Y se estableció el complejo de culpa
colectivo, un nuevo creacionismo según el cual todos los occidentales
llegaban al mundo con un pecado original, cuando la culpa sólo puede
relacionarse con los actos de cada individuo, no con las acciones de
terceros; mucho menos con hechos que ocurrieron cuando uno no había ni
nacido.
En la actualidad, las instituciones -formales e informales- están
siendo demolidas, de tal suerte que nuestro marco de entendimiento común
ha quedado gravemente dañado. Y las democracias cada vez son menos
racionales y más peligrosamente emocionales, imponiéndose la
subjetividad del deseo a la razón. Ya nada es real y, a la vez,
cualquier cosa puede serlo si el individuo lo necesita para sentirse
bien. Es el triunfo de la “cultura del victimismo” frente a la “cultura
de la dignidad”.
Si hay un entorno donde la contracultura manda y mucho, más que en la
universidad, es en el periodismo. Ocurre que, en la era de las redes
sociales, los grupos organizados han ganado un enorme poder en la
difusión de contenidos. Y el “clickbait” que estos grupos proporcionan
queda a tiro de piedra si se defiende sus dogmas, pero no si se dice la
verdad. Por eso abundan los medios y profesionales cuyos contenidos
refuerzan valores contraculturales, como la creencia de que el género es
una construcción social, mientras que la realidad científica es hurtada
al gran público.
La prueba del algodón es que muy rara vez un periodista se hará eco de estudios como Brain Connectivity Study Reveals Striking Differences Between Men and Women, de Ragini Verma; Addressing Sex as a Biological Variable, de Eric M Prager; Sex/Gender Influences on the Nervous System: Basic Steps Toward Clinical Progress, de Claudette Elise Brooks y Janine Austin Clayton; Understanding the Broad Influence of Sex Hormones and Sex Differences in the Brain, de Bruce S. McEwen y Teresa A. Milner; Why Sex Hormones Matter for Neuroscience: A Very Short Review on Sex, Sex Hormones, and Functional Brain Asymmetries, de Markus Hausmann; Sex, Hormones, and Genotype Interact To Influence Psychiatric Disease, Treatment, and Behavioral Research, de Aarthi R. Gobinath, Elena Cholerisy Liisa A.M. Galea; Effects
of Chromosomal Sex and Hormonal Influences on Shaping Sex Differences
in Brain and Behavior: Lessons From Cases of Disorders of Sex
Development, de Matthew S. Bramble, Allen Lipson, Neerja Vashist y Eric Vilain; Gender Differences in Neural Correlates of Stress-Induced Anxiety, de Dongju Seo, Aneesha Ahluwalia, Marc N. Potenza y Rajita Sinha…
Podría seguir añadiendo referencias hasta llenar folios enteros, porque, asómbrense, en la neurociencia el consenso es atronador: el
género está a mil jodidas millas de ser una mera construcción social.
Una sociedad sana debería aceptarlo, y de forma positiva, porque la
diferencia no es un problema sino una ventaja. Hombres y mujeres no son mejores ni peores sino complementarios, y la inteligencia o la estupidez se encuentran equitativamente repartidas entre ambos sexos. Esta es la realidad.
Pero no sucede así. La contracultura prevalece. Las diferencias son
producto de los estereotipos. Y amén. Quien argumente lo contrario será
acusado de estar en “fase de negación”.
Así, explicar por qué la expresión “niños transexuales”, tan
habitualmente utilizada en los medios, es incorrecta, puede acarrearnos
un disgusto. Sin embargo, lo cierto es que un niño no puede ser
transexual por la sencilla razón de que es condición imprescindible y
previa la maduración sexual. Todo transexual es adulto, nunca niño.
Cuestión distinta es la disforia de género. Pero aquí la American Academy of Pediatrics revela
que, aunque del 2% al 5% de los varones y del 15% al 16% de las niñas
llegan al convencimiento de que pertenecen al sexo opuesto, la prevalencia final es sólo del 0,01% (1 entre 10.000 a 30.000).
¿Decir esto es odiar a los transexuales? No, es evitar la confusión.
Por el contrario, crear falsas expectativas a sabiendas no es bondad
sino crueldad.
Pero no sólo es el género. La contracultura avanza en todos los
frentes, condicionando los hábitos alimenticios, alterando la jerarquía
entre animales y personas, distorsionando el ordenamiento territorial
(secesionismo), expropiando las ciudades, invirtiendo los principios del
Derecho, manipulando la educación, liquidando la autoridad de los
padres y la Autoridad en general y, ahora, también se dispone a
demonizar el turismo. En definitiva, la contracultura primero generó
una neolengua, pero después se tradujo en reglas
informales hasta que, finalmente, ha interferido la acción legislativa y
se ha inmiscuido en los más recónditos rincones de la vida privada de
las personas.
Hay quien prefiere llamar a todo esto marxismo cultural,
pero a mi juicio esta denominación es un error. La contracultura es un
fenómeno que se reproduce en todo el espectro político. Y asociarlo en
exclusiva al marxismo puede inducir al error de que nos enfrentamos a un
puñado de fanáticos. Y que, por lo tanto, la alarma es exagerada o está
sesgada.
El verdadero peligro es que la tecnocracia ha encontrado en la contracultura un aliado de un valor excepcional, con ella la industria política puede crear nuevos mercados,
generar nuevas necesidades aun a costa de interferir en los aspectos
más sagrados de nuestra privacidad. Además, la endiablada capacidad de
mutación de la contracultura la ha llevado a escapar al control de sus
presuntos ideólogos. Hoy es un mecanismo de control descontrolado del
que viven periodistas, políticos, expertos, empresarios y activistas de
todo tipo y condición. Infinidad de gente cuyo denominador común es
alcanzar notoriedad y bienestar material liquidando el marco de
entendimiento común y empujando a la sociedad occidental al
desquiciamiento. Así, cada vez que escuchen aquello de “hemos avanzado
bastante, pero aún queda mucho por hacer”, prepárense para lo peor.
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