De XL Semanal. PATENTE DE CORSO
Irina y Evguenia Fominá, nieta y bisnieta, sabían que su abuelo había muerto en España durante la Guerra Civil, pero ignoraban dónde. Eso es lo que cuenta Yuri Korchagin, embajador de Rusia, ante un solomillo poco hecho y una botella de rioja, mientras cenamos en Lucio. El embajador –que habla un español extraordinario– es un buen amigo con quien me une, entre otras cosas, una admiración sin límites por Augusto Ferrer-Dalmau, el formidable pintor de batallas español, que acaba de estar con las tropas rusas en Siria, trayéndose una veintena de bocetos para un cuadro que presentará en mayo en Moscú. Augusto es el tercero en la mesa, y hablamos de cuadros, batallas y héroes olvidados.
El abuelo de Irinia y Evguenia, sigue contando Yuri, se llamaba Fiódor Dombrovsky y era piloto de combate, teniente de la 7.ª escuadrilla de la Unión Soviética, enviada en 1936 para ayudar a la República. El aviador había venido a España dejando allá a un hijo de un año, que al hacerse mayor empezó a indagar sobre el paradero de su padre. Buscó sin éxito, y a su muerte sólo había podido establecer que murió en un combate aéreo. Su hija y su nieta continuaron la búsqueda hasta averiguar que la escuadrilla soviética a la que había pertenecido el teniente Dombrovsky operó desde un pueblo toledano llamado Santa Cruz de la Zarza. Allí estaban su base y el aeródromo. Durante dos años, veinte rusos convivieron con los habitantes del pueblo, que los recuerdan bien. Sobre todo, porque prohibieron cualquier fusilamiento mientras estuvieran allí. Incluso se conservan las casas donde habitaban, algunas fotos –dos se casaron con muchachas del pueblo– y, en el cementerio, la tumba de siete que murieron en diversos combates y cuyos cuerpos pudieron ser rescatados. Uno de ellos era Dombrovsky.
Irina y Evguenia se pusieron en contacto con la embajada de Rusia en Madrid, pues querían visitar la tumba del abuelo. Con la de los otros seis pilotos rusos, ésta se encuentra bajo una lápida memorial colocada allí después de que la embajada conociera el lugar gracias a un coronel español, cuya madre fue enfermera en el hospital local durante la guerra y que vio enterrar a los pilotos: En memoria de los aviadores soviéticos caídos en España durante la guerra civil de 1936-1939 y enterrados en este cementerio, dice la inscripción. Fiódor Dombrovsky, se confirmó al fin, había sido herido el 6 de diciembre de 1936 en un combate aéreo sobre Talavera de la Reina; y aunque logró regresar a la base, murió de sus heridas al día siguiente.
Con ayuda de la embajada rusa y de la asociación española que recuerda y cuida las tumbas de los soldados de la División Azul muertos en Rusia, nos sigue contando Yuri, las dos mujeres viajaron a España, hasta el cementerio donde reposa el abuelo, y allí se celebró un modesto acto de homenaje que cobra especial significado en un pueblo como Santa Cruz de la Zarza, donde, en una lección de cordura y tolerancia –esto no lo dice Yuri, pero lo pienso yo–, coexisten con naturalidad el memorial de los pilotos rusos, el de los habitantes del pueblo que fueron asesinados por los franquistas y el de los que lo fueron por los republicanos. Testimonios ecuánimes, en fin, del dolor y del horror, muy adecuados para los desmemoriados tiempos que corren.
Después de contarnos todo eso, Yuri se queda pensativo un momento. Hay otra historia, comenta al fin, quizá más emotiva todavía. Por casualidad, la embajada se enteró hace poco de la existencia de la tumba de otro piloto soviético, éste sin identificar: un aviador anónimo, uno de los 99 que murieron combatiendo en los cielos de España. Lo habían enterrado en un pequeño campo cerca de Escalonilla, también en Toledo, sin nada que señalase el sitio; pero los lugareños lo conocían bien. Así que al saberlo, unos cuantos rusos fueron allí, y con permiso del ayuntamiento pusieron un pequeño trípode de hierro con una estrella roja.
Dicho todo eso, Yuri Korchagin, embajador de Rusia, diplomático de carrera, duro tiburón curtido en su oficio, roza con los dedos su copa de vino, aún pensativo, y compruebo, asombrado, que una humedad insólita acaba de asomarle a los ojos. «¿Y queréis saber lo mejor? –comenta de pronto–. ¿Os digo por qué todos conocían el lugar aunque nada lo señalaba?… Porque, durante más de ochenta años, los campesinos que cultivaban el campo, sabiendo que allí estaba enterrado el aviador, cuidaron el contorno de la tumba sin arar nunca sobre ella, dejando intacto el pequeño rectángulo. Respetando el pequeño trocito de tierra española donde yacía un piloto ruso desconocido».
Irina y Evguenia Fominá, nieta y bisnieta, sabían que su abuelo había muerto en España durante la Guerra Civil, pero ignoraban dónde. Eso es lo que cuenta Yuri Korchagin, embajador de Rusia, ante un solomillo poco hecho y una botella de rioja, mientras cenamos en Lucio. El embajador –que habla un español extraordinario– es un buen amigo con quien me une, entre otras cosas, una admiración sin límites por Augusto Ferrer-Dalmau, el formidable pintor de batallas español, que acaba de estar con las tropas rusas en Siria, trayéndose una veintena de bocetos para un cuadro que presentará en mayo en Moscú. Augusto es el tercero en la mesa, y hablamos de cuadros, batallas y héroes olvidados.
El abuelo de Irinia y Evguenia, sigue contando Yuri, se llamaba Fiódor Dombrovsky y era piloto de combate, teniente de la 7.ª escuadrilla de la Unión Soviética, enviada en 1936 para ayudar a la República. El aviador había venido a España dejando allá a un hijo de un año, que al hacerse mayor empezó a indagar sobre el paradero de su padre. Buscó sin éxito, y a su muerte sólo había podido establecer que murió en un combate aéreo. Su hija y su nieta continuaron la búsqueda hasta averiguar que la escuadrilla soviética a la que había pertenecido el teniente Dombrovsky operó desde un pueblo toledano llamado Santa Cruz de la Zarza. Allí estaban su base y el aeródromo. Durante dos años, veinte rusos convivieron con los habitantes del pueblo, que los recuerdan bien. Sobre todo, porque prohibieron cualquier fusilamiento mientras estuvieran allí. Incluso se conservan las casas donde habitaban, algunas fotos –dos se casaron con muchachas del pueblo– y, en el cementerio, la tumba de siete que murieron en diversos combates y cuyos cuerpos pudieron ser rescatados. Uno de ellos era Dombrovsky.
Irina y Evguenia se pusieron en contacto con la embajada de Rusia en Madrid, pues querían visitar la tumba del abuelo. Con la de los otros seis pilotos rusos, ésta se encuentra bajo una lápida memorial colocada allí después de que la embajada conociera el lugar gracias a un coronel español, cuya madre fue enfermera en el hospital local durante la guerra y que vio enterrar a los pilotos: En memoria de los aviadores soviéticos caídos en España durante la guerra civil de 1936-1939 y enterrados en este cementerio, dice la inscripción. Fiódor Dombrovsky, se confirmó al fin, había sido herido el 6 de diciembre de 1936 en un combate aéreo sobre Talavera de la Reina; y aunque logró regresar a la base, murió de sus heridas al día siguiente.
Con ayuda de la embajada rusa y de la asociación española que recuerda y cuida las tumbas de los soldados de la División Azul muertos en Rusia, nos sigue contando Yuri, las dos mujeres viajaron a España, hasta el cementerio donde reposa el abuelo, y allí se celebró un modesto acto de homenaje que cobra especial significado en un pueblo como Santa Cruz de la Zarza, donde, en una lección de cordura y tolerancia –esto no lo dice Yuri, pero lo pienso yo–, coexisten con naturalidad el memorial de los pilotos rusos, el de los habitantes del pueblo que fueron asesinados por los franquistas y el de los que lo fueron por los republicanos. Testimonios ecuánimes, en fin, del dolor y del horror, muy adecuados para los desmemoriados tiempos que corren.
Después de contarnos todo eso, Yuri se queda pensativo un momento. Hay otra historia, comenta al fin, quizá más emotiva todavía. Por casualidad, la embajada se enteró hace poco de la existencia de la tumba de otro piloto soviético, éste sin identificar: un aviador anónimo, uno de los 99 que murieron combatiendo en los cielos de España. Lo habían enterrado en un pequeño campo cerca de Escalonilla, también en Toledo, sin nada que señalase el sitio; pero los lugareños lo conocían bien. Así que al saberlo, unos cuantos rusos fueron allí, y con permiso del ayuntamiento pusieron un pequeño trípode de hierro con una estrella roja.
Dicho todo eso, Yuri Korchagin, embajador de Rusia, diplomático de carrera, duro tiburón curtido en su oficio, roza con los dedos su copa de vino, aún pensativo, y compruebo, asombrado, que una humedad insólita acaba de asomarle a los ojos. «¿Y queréis saber lo mejor? –comenta de pronto–. ¿Os digo por qué todos conocían el lugar aunque nada lo señalaba?… Porque, durante más de ochenta años, los campesinos que cultivaban el campo, sabiendo que allí estaba enterrado el aviador, cuidaron el contorno de la tumba sin arar nunca sobre ella, dejando intacto el pequeño rectángulo. Respetando el pequeño trocito de tierra española donde yacía un piloto ruso desconocido».
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