«Hemos abusado de la crítica, es hora de una filosofía de la simpatía»
Por Carmen de Eusebio
Juan Arnau (Valencia, 1968) es escritor, astrofísico y doctor en filosofía sánscrita. Lleva más de veinte años investigando las filosofías de la India, fundamentalmente el budismo, aunque ahora se adentra en el pensamiento védico y, junto a un equipo de sanscritistas mexicanos, prepara la primera traducción integra de las Upanisad al español. Ha sido investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la Universidad de Michigan, el Colegio de México, la Universidad de Barcelona y la Universidad de Benarés. Actualmente es profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada.
Fruto de esas investigaciones ha publicado una serie de libros y ensayos, Fundamentos de la vía media y Abandono de la discusión, traducciones del sánscrito del filósofo budista Nāgārjuna (Siruela, 2004 y 2006); La palabra frente al vacío, Arte de probar y Cosmologías de India (Fondo de Cultura Económica, 2005, 2008 y 2012); Antropología del budismo y La medicina india (Kairós, 2007 y 2013); Rendir el sentido, Elogio del Asombro y Vasubandhu – Berkeley (Pre-Textos, 2008, 2010 y 2011); Leyenda de Buda y Budismo esencial (Alianza 2011 y 2017). Más recientemente ha publicado La invención de la libertad, La fuga de Dios y Manual de filosofía portátil (2016, 2017 y 2014), este último finalista del Premio Nacional del Ensayo y Premio de la Crítica Literaria Valenciana. Su último libro, El sueño de Leibniz (2019), cierra una trilogía de «ficción-filosófica», publicada toda ella en Pre-Textos, que se une a El cristal Spinoza (2012) y El efecto Berkeley (2015).
Tengo entendido que usted trabajó unos años como marinero antes de finalizar sus estudios. Cuéntenos algo de aquella experiencia.
Fue una experiencia muy intensa que obedecía fundamentalmente al deseo de aventuras, aunque había algo literario en todo el asunto. Navegar, en cierto sentido, suponía revivir todo lo que había leído en Melville o Conrad. Nuestro barco era un antiguo velero y eso ayudaba. Navegamos por el Mediterráneo y el Caribe, cruzamos el océano Atlántico a vela. Fue una época de continuas aventuras, que es lo que uno busca cuando tiene veinte años, y al mismo tiempo una búsqueda de los propios límites. Cuando éstos ya son demasiado reconocibles, uno deja de buscarlos. Es una manera como cualquier otra de ir conociéndose, un poco más cansada quizás, y una forma estupenda de hacer amigos. Conservo los amigos de entonces y, aunque no nos vemos mucho, nos vigilamos desde la distancia.
Usted es un estudioso del mundo hindú y budista, traductor del sánscrito y filósofo, pero sus primeros estudios universitarios son, sin embargo, de ciencias, exactamente se licenció como astrofísico. ¿Tenía vocación de científico? ¿Hubo una caída de Damasco ante la ladera Oriental? Cuéntenos ese paso.
Pasé los veranos de mi infancia en un pueblecito de Teruel. Mi padre había construido una casa de montaña alejada del pueblo y cuando regresaba a pie por la noche, el cielo nocturno ofrecía un contraste excepcional. A veces, incluso subía mantas al tejado y dormía bajo las estrellas. El magnetismo del cielo estrellado hizo decidirme a estudiar astrofísica. En esa época me atraía especialmente la cosmología, los «modelos» de universo y la vida de las estrellas, que sabemos que nacen, se reproducen y mueren como seres vivos. Para adentrarse en ese mundo eran necesarias grandes dosis de análisis matemático, algebra tensorial y geometría esférica. Eso no era tan divertido, pero lo más decepcionante fueron las consecuencias filosóficas que la mayoría de los profesores sacaban de todo aquello. El universo era un lugar frío y desafecto, donde la vida y la conciencia no eran más que un accidente… Esa visión me pareció (y me sigue pareciendo) aburrida y un tanto mezquina. Vivíamos en un universo que era como un mecano, cuya organización dependía de la inercia de un legalismo ciego. No sólo éramos el último mono, sino que nuestra presencia en el cosmos era casual y prescindible. Todo aquello no me dejó muy satisfecho y quise saber más. Conseguí una beca de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), gracias a la mediación de Víctor Erice (trabajé un tiempo de guionista) y me fui a la India a escuchar de viva voz lo que los filósofos indios tenían que decir del cosmos. Viajé mucho, visité a todos los sabios que pude y, finalmente, me establecí en Benarés. Allí conocí a Óscar Pujol, que por entonces trabajaba en su diccionario de sánscrito en la Universidad de Benarés. Todas las semanas conversábamos a orillas del Ganges y aquellas pláticas fueron conformando una vocación.
Su primera obra es la traducción anotada de uno de los pensadores más valiosos del budismo, el lógico Nāgārjuna (siglo ii), autor de Fundamentos de la vía media. Su traducción es la primera completa al español. Al mismo autor dedicó un estudio, La palabra frente al vacío. Se podría decir que usted comenzó su obra desde una tradición crítica.
Efectivamente, después me marché a México para profundizar en lo que había aprendido en India. Me matriculé en el doctorado y estudié la lengua sánscrita junto a Rasik Vihari Joshi, un brahmán erudito y sabio, además de reconocido poeta, que entonces enseñaba en el Colegio de México. Tuve la suerte de ser su único alumno. Me enseñó muchas cosas, no sólo la lengua de los vedas. Juntos leímos la Bhagavad-gītā, que es algo así como el Evangelio del hinduismo, y la literatura filosófica del budismo. Es así como conocí a dos pensadores que, desde entonces, me acompañan. El primero, Nāgārjuna, es un lógico voraz, escéptico, iconoclasta y al mismo tiempo compasivo. El otro es un filósofo de la mente llamado Vasubandhu. Nāgārjuna se atrevió a decir que el mundo del renacer, el mundo de aquí abajo, con toda su carga de sufrimientos, la rueda de la vida que mueven la codicia, el odio y la estupidez, era lo mismo que el nirvana. La idea me fascinó. El budismo llevaba más de quinientos años tratando de diferenciar ambos mundos, tratando de idear modos de escapar del saṃsāra y alcanzar el nirvana y, de repente, alguien se atrevía a decir que ambas cosas eran lo mismo (sólo que vistas desde ángulos diferentes) y que había que quedarse en este mundo para ayudar a los que sufren. La genialidad de Nāgārjuna fue dar consistencia filosófica (e irónica) a la idea de la vacuidad, una idea que no siempre es bien entendida y que nada tiene que ver con la nada. Lo que Nāgārjuna viene a decir es que las cosas se apoyan unas en las otras (incluso las doctrinas y las filosofías, incluso la doctrina misma de la vacuidad), que nos necesitamos los unos a los otros, que no tenemos una naturaleza propia, ni nosotros, ni ninguna otra cosa o pensamiento. Para vivir necesitamos del aire y el alimento, del planeta y las plantas y eso pasa con todo… ¿Qué hay que hacer entonces? Pues ayudarnos mutuamente.
La genialidad de Nāgārjuna fue dar consistencia filosófica (e irónica) a la idea de la vacuidad, una idea que no siempre es bien entendida y que nada tiene que ver con la nada
Una pausa occidental. ¿Qué lugar ocupa en su pensamiento el diálogo mantenido con Agustín Andreu, reflejado en la obra conversacional Elogio del asombro? Y por cierto, Andreu ha dedicado mucha atención a Leibniz, sobre el que usted acaba de publicar un libro de los que llama ficción-filosófica, El sueño de Leibniz.
A Andreu lo encontré al regresar de la Universidad de Michigan, donde durante seis años realicé mi investigación posdoctoral. Fue un momento importante pues me ayudó a reencontrarme con la tradición filosófica europea, especialmente a través de Leibniz, del que es buen conocedor. Con Leibniz pasa lo que Borges decía de la filosofía india: lo ha pensado todo. De Leibniz me asombró el deseo de armonizarlo todo, el talante combinatorio y su irrefrenable entusiasmo por el conocimiento, viniera de donde viniera. Leibniz es el eje alrededor del cual se podría articular una «filosofía de la simpatía». Sostenía que de todo lo que digamos del universo es cierto lo que afirmamos y falso lo que negamos. Otra de sus maravillosas ideas fue considerar que esa infinita riqueza de lo real se encontraba encapsulada en cada ser vivo, y que cada uno de ellos era, en sí mismo, universo.
Es entonces cuando escribe una peculiar historia de la filosofía, Manual de filosofía portátil.
El libro surgió de la necesidad de regresar a casa. Después de una década de investigación del budismo necesitaba redescubrir nuestra tradición filosófica y me puse a ello primero de forma espontánea, casi lúdica, eligiendo a los pensadores que más me interesaban y poco a poco fui recorriendo la historia del pensamiento occidental con ojos budistas. Lo que se veía no era precisamente lo que nos habían contado, así que pensé que valía la pena mostrar ese otro paisaje. Una de las máximas que rige el volumen es que la filosofía es algo que ocurre en la vida, y no la vida en la filosofía. Esto supone un acercamiento a facetas de la vida de los filósofos que no son estrictamente filosóficas, como su vida afectiva, su correspondencia, sus viajes o su sedentarismo, su forma de ganarse la vida. Es asombroso comprobar cuantos filósofos fueron personas solitarias o eligieron la soltería. Pero ello no significa que carecieran de vida afectiva. Spinoza tuvo a sus amigos, Leibniz a sus princesas, Plotino a sus discípulos, Platón a sus alumnos, Kierkegaard se enamoró de joven, pero renunció al matrimonio porque se sentía llamado a cumplir una misión religiosa. Nietzsche también se enamoró, pero la dama le fue arrebata por un amigo. Kant y Hume tantearon el matrimonio pero se escabulleron. Es curioso que dos de los filósofos más sistemáticos tuvieran familias: Aristóteles y Hegel. Otros tuvieron amantes, como Agustín, o amigos de una intimidad férrea, como Montaigne y Wittgenstein. A Sócrates le pesaba la familia, y entre los más familiares encontramos a Berkeley. Otro asunto interesante es cómo se ganaban la vida. La mayoría de ellos no entrarían en la categoría de «profesionales». Wittgenstein y Nietzsche fueron académicos a regañadientes. Hegel y Kant fueron profesores toda su vida, aunque al último le llevara mucho tiempo obtener la cátedra. Otros vivieron de rentas, como Kierkegaard y Montaigne, o de sus discípulos como Plotino y Platón. Spinoza rechazó una cátedra y vivió de sus protectores y del tallado de lentes. Hubo filósofos que apenas se movieron del terruño, como Spinoza, Kierkegaard, Novalis o Kant. Y otros que se embarcaron, cuando no era fácil navegar, en pos de ambiciosos proyectos. Platón, Ramón Llull, Berkeley, Leibniz y Tomás de Aquino viajaron muchísimo. También Plotino, Hume y Montaigne viajaron en su juventud. Aristóteles y Hegel, los sistemáticos, fueron más bien sedentarios: los edificios necesitan quietud.
¿Qué es el filósofo portátil?
El filósofo portátil es alguien que, como el ciudadano de a pie, no teme la ingenuidad. El temor a pasar por ingenuo ha sido y es una de las lacras del mundo académico y la alta cultura. Wittgenstein detestaba los ambientes académicos, en los que el lema parece ser: «que nada me sorprenda», «que ante nada puedan creer que no lo había previsto». En mi estancia en la Universidad de Michigan pude comprobar que es una enfermedad generalizada entre profesores y gentes que tienen en alta estima su propia inteligencia. En estos ámbitos, y ocurre también con muchos novelistas y escritores, parece que ser cínico, sarcástico o corrosivo, es síntoma de inteligencia. ¡Ah!, y despiadado, es fundamental ser despiadado. Por el contrario, el filósofo portátil preserva celosamente ciertas dosis de ingenuidad y cercanía. Le gusta que la realidad lo sorprenda, le gusta el asombro y tiene una actitud devocional ante el universo, sabe que de ella surgen posibilidades, aperturas, horizontes…
Todo escritor escribe para los demás y para sí mismo. Escribir es una forma entre otras de aprender y organizar el propio pensamiento. Lo esencial del aprendizaje filosófico consiste en ponerse en el pellejo de los grandes pensadores y ver cómo se ve el mundo desde allí. Hemos abusado de la filosofía crítica, es hora de una filosofía de la simpatía, de ver con los ojos de otro, de congeniar. La filosofía debería ser un arte de la simpatía. Y en ese sentido para mí, como para cualquier lector, la vida y las ideas de los filósofos sirven para trazar el camino filosófico propio.
Volvamos a Oriente. En la colección Índika de la editorial Pre-Textos, que usted dirige, hay un precioso libro que contiene dos obras, Vasubandhu-Berkeley. Carlos Mellizo escribe la parte dedicada al filósofo que afirmó que el ser, la existencia, es lo percibido; y usted se ocupa de la dedicada al filósofo indio, que afirma algo que es el eje, creo, de sus preocupaciones filosóficas, que todo es mente. No por casualidad reúne a ambos filósofos en un volumen. ¿Qué ocurre con las palabras y las cosas?, ¿qué con la mente y el mundo?, ¿y con la mente y el cerebro?, ¿cree usted que todo tiene una naturaleza mental?
Bueno, ésa es la apuesta de Berkeley y de budistas como Vasubandhu. Mi postura es más inclusiva. Hay mente y hay materia, y lo importante no es reducir una a la otra. Ni en un sentido ni en otro. Es fundamental no eliminar ningún miembro de la ecuación (como hacen hoy las corrientes dominantes de las neurociencias, que suprimen la mente y nos reducen a autómatas dominados por impulsos químicos y eléctricos). Y es fundamental porque ése es el presupuesto básico de la libertad y no podemos vivir sin ella.
Hay científicos que piensan que la mente puede cambiar el cerebro. Para entender esto hay que asumir primero que la mente no es el cerebro. Y luego aceptar, como hicieron algunas filosofías antiguas, que el espíritu puede transformar la materia. De lo que hagamos con nuestra mente (si pensamos lo fasto o lo nefasto, el paraíso o la catástrofe) dependerá la dinámica y estructura de nuestro cerebro. Este énfasis en la cultura mental, en los hábitos mentales, es una herencia del budismo que intento tener presente.
El propio trabajo de las ciencias, y no digamos ya el de los poetas, es un asunto mental. Berkeley y Santayana explicaban muy bien esto y la física cuántica lo corrobora. Hay materialistas que sólo conciben un universo material. Imaginan colisiones de electrones, explosiones de estrellas, el viaje de la luz, el gas navegando por el espacio interestelar. Sienten afecto y pasión por el minucioso relato que desgrana su ciencia. Y estructuran esas ideas en una narración. Pero se resisten a admitir que conciben, imaginan y sienten. O lo reconocen sin reconocerlo, con otras concepciones (generalmente abstractas), con otras imaginaciones, en infinita regresión. Nadie ha visto un electrón, pero el físico puede trabajar sin verlo, le basta con sus efectos, y en ese sentido no se diferencia del creyente.
Nadie ha visto un electrón, pero el físico puede trabajar sin verlo, le basta con sus efectos, y en ese sentido no se diferencia del creyente
Pero los hombres sólo hablamos con los hombres, aunque tomemos el mundo natural y al cosmos como correspondencia, como lectura. Si es así, ¿cuál es la diferencia entre el todo mental y esta parte que es usted y que manifiestamente está pensando y expresa pensamiento?
El ser vivo es el centro del universo, ésa es la única geometría (muy compleja, eso sí) que no traiciona la vida en aras de la abstracción. Ninguna idea es separable de la vida. Ninguna visión puede ser abstraída sin ser parte de un proceso vivencial, esto vale tanto para el algoritmo como para los valores. Vivimos en la era de la locomotora digital y el flujo de la información, el flujo del big data, controlado por algoritmos. Pero lo más valioso de la memoria o los afectos, las intuiciones o los vislumbres, es que nunca podrán ser encapsulados en algoritmos, sencillamente porque no pueden reducirse a lo cuantitativo. El pensamiento, la intuición, puede quedar sofocado por la información, también la vida. Comprender esto es comprender el problema que enfrenta nuestro tiempo.
La idea de que todo tiene una naturaleza mental es metafísica. Quizás podamos decir, reduciéndolo mucho, que en toda vida hay algo mental, una sensibilidad que reacciona de manera individual ante un medio, pero ¿cómo demostrar que el mundo físico tiene una realidad mental?
Al contrario, es la idea más empírica que existe. Ésa es la postura del empirismo radical que defendía William James, al que me sumo con mucho gusto. Y me sumo de un modo irónico, porque soy consciente de que, como decía el propio James, nadie puede vivir ni un hora sin ser al mismo tiempo empirista y racionalista, es decir, amante de la cruda variedad de los hechos y, al mismo tiempo, devoto de principios abstractos y eternos. Kant sostenía que la metafísica deja siempre en suspenso al entendimiento, con esperanzas que ni se disipan ni se cumplen nunca. En ese sentido la metafísica sería un engañabobos y la denuncia kantiana se parece a la budista. En esa línea, lo que yo propondría es otra cosa, un énfasis en la cultura mental, en lo que cada día hacemos con nuestra mente.
Hoy podemos afirmar que ningún físico sabe qué es la materia. La materia pertenece al ámbito de lo tácito, de lo presupuesto. Santayana ironizaba sobre esa abstracción metafísica que llamamos «materia». En todo caso, lo que resulta evidente es que mente y materia no se encuentran al mismo nivel y no son igualmente accesibles.
Usted ha llevado a cabo en diversos ensayos, recogidos en La fuga de Dios, pero también en un libro un poco anterior, La invención de la libertad, una crítica del dogmatismo de las ciencias. En este último afirma que «los que frecuentan el laboratorio y los que visitan el templo, unos y otros son recios creyentes, lo único que cambia son sus plazos». ¿Quiere decir, por ejemplo, que la estructura helicoidal del ADN y su lógica secuencial no corresponden a una realidad químico-biológica que rige la herencia de la vida?
El mundo contemporáneo libra una batalla entre tecnócratas y humanistas. Los primeros detentan el poder de lo cuantitativo, los algoritmos que rigen la economía financiera y la riqueza de las naciones, ellos creen tener ganada la batalla a los humanistas, que abogan por lo cualitativo y lo creativo. Pero en el fondo del motor interno del aparato financiero, ése que hoy devora la economía real, en su raíz más profunda, no encontramos los algoritmos que controlan los mercados bursátiles, sino pasiones humanas como la codicia o la envidia. Y sobre éstas los tecnócratas apenas saben nada, simplemente se dejan arrastrar por ellas. Sobre las pasiones los expertos son los humanistas, de modo que los problemas generados por un mundo en brazos de la técnica sólo podrán resolverse mediante el humanismo.
Respecto al adn o cualquier otro concepto relacionado con la vida, siempre y cuando no lo hipostasiemos y seamos conscientes de su faceta de «representación», nos servirá para entender mejor la vida, o para entenderla según una disciplina particular, con sus particulares metáforas o modos de asociación. El problema es cuando se hipostasia y se convierte en dogma (algo, por otro lado, muy poco científico). En todo caso, la vida no está hecha de leyes, está hecha de hábitos y, de todos ellos, los mentales son los más decisivos.
Hoy algunas corrientes heterodoxas de las neurociencias estudian en los laboratorios la mente de aquellos que practican la meditación. Se llaman a sí mismas «neurociencias contemplativas» y no están del todo bien vistas por las corrientes dominantes de la disciplina. En ellas se habla de neuroplasticidad, que es la capacidad de cambiar el cerebro con la mente. En función de lo que imaginamos y de cómo lo imaginamos, podemos cambiar la estructura de nuestro cerebro. La idea es fascinante y en ella resuena una visión antigua, tanto india como grecolatina. La idea de que la mente y la materia, como dijimos, no están al mismo nivel. La mente tiene la capacidad de orientar y modificar la materia. La mente puede fabricarse un cuerpo, dirán los budistas. Richard Davidson y su equipo de la Universidad de Wisconsin estudian desde hace años cómo reacciona una mente entrenada al dolor físico. Y se comprueba cómo una agresión externa puede ser digerida o procesada mentalmente de muy diversas maneras y de un modo no negativo, que evite los pozos de la depresión.
En La fuga de Dios se habla de «las ciencias y otras narraciones», ¿es acaso la ciencia un relato?
La fuga de Dios es un libro sobre la ciencia, o mejor dicho, sobre las ciencias. Se intenta hacer ver que no hay una sola ciencia (católica, apostólica y romana) sino muchas y muy diversas disciplinas. De modo que tenemos una colección de narraciones que dibujan paisajes diferentes. Podemos utilizar el ejemplo de la visita a un museo. Encontraremos pintores con estilos y preocupaciones distintas y, en cierto sentido, inconmensurables. ¿Cómo decir que un Cézanne se acerca más a la realidad que un Van Gogh? En uno prevalece el contorno de las cosas, en el otro las líneas se difuminan y ese contorno se hace paisaje. A veces prima lo discreto, otras lo continuo. Lo mismo ocurre con las diversas ciencias, entre la biología, por ejemplo, y la física teórica, cada una de ellas utiliza sus propios presupuestos, métodos y vocabularios. La idea de un método universal para todas las ciencias es propaganda, Feyerabend y Skolimowski lo vieron con claridad, ¿cómo podría haberlo si cada una ve el mundo a su manera?
La ciencia carece de estilo propio no por falta de talento o de formación artística, sino porque las ciencias son muchas y no entonan entre sí. En conjunto son como una melodía a varias voces sin una clave común y, por tanto, no es de extrañar que suenen desafinadas o trasmitan significados divergentes. El paisaje de la biología es, lo quieran o no los biólogos, teleológico, pues la vida siempre tiene fines (aunque sólo sea el de llegar a la madurez), mientras que el de la física se rige por ecuaciones matemáticas, que son emanación de la vida pero indiferentes a sus fines (la vida está lejos de ser una ciencia exacta). De modo que nos encontramos con un mundo hecho trizas, discontinuo, un mundo hecho de retales de conocimiento. Y la apuesta de los grandes emperadores del big data es abrirse paso en él mediante el algoritmo, auténtico tema de nuestro tiempo (una vez reconocido el fracaso del desciframiento del genoma humano).
El arte y, especialmente, la literatura van por delante de la historia. Allí se ve, anticipadamente, lo que el algoritmo no ve. Arte y literatura son el discurso teórico de los procesos históricos. Esto quiere decir que el futuro del mundo depende de lo que seamos capaces de imaginar. Los budistas lo tienen muy claro. Pensar bien es hacer un mundo mejor. La cultura mental, la empatía y la solidaridad serán decisivas para nuestro destino como individuos y como especie. Y en ese sentido la imaginación es un factor importante. Desde esta perspectiva, la imaginación es un ámbito de materia sutil. Es el lugar de encuentro, como decía Henry Corbin, entre el mundo inmaterial de los significados y el mundo material de la experiencia sensible. Los budistas lo llaman «mundo de materia sutil» (rupadhatu en sánscrito), los sufíes «mundo imaginal» (barzaj en árabe). Es un ámbito de color y sonido, donde no hay tacto, gusto u olfato, pero sí experiencia. Y de ese lugar provienen las creaciones artísticas, tanto de la música y la pintura como de la física o las neurociencias.
El universo puede ser una fuente de inspiración. No hay por qué contemplarlo como una máquina hecha de materia muerta, ni como un instrumento que pueda servir a nuestros fines, ni la evolución como un proceso ciego y mecánico, ni la conciencia como una mera actividad físico-química del cerebro. Se trata de mostrar, en definitiva, que sin esos dogmas las ciencias serían más libres y creativas.
En alguna ocasión se ha definido como filósofo sāmkhya ¿podría decirnos brevemente en qué consiste?
Más que una adopción, se trata de una apuesta. El asunto no es tanto «creer» en estos dos principios como abrirse paso mediante ellos. El sāmkhya no es para mí una doctrina o una ideología, y mucho menos una creencia. El sāmkhya funciona en mí como hipótesis de trabajo, como una especie de horizonte de sucesos. Cuando se me plantea una cuestión que me parece relevante tiendo a preguntarme ¿cómo entender este fenómeno desde la perspectiva del sāmkhya? Esa hipótesis de trabajo tiene unos cuantos axiomas (pocos). Uno de ellos es que este mundo y nosotros que lo habitamos tiene una naturaleza dual. Es decir, lo real tiene dos principios irreductibles y eternos, pero no enfrentados al modo platónico (por lo que sería impropio hablar de dualismo). Esos principios son, por un lado, un principio creativo, que de modo general llamaré naturaleza, y un principio contemplativo, una conciencia sin contenido que, por así decir, contempla y se recrea en la evolución del cosmos. El primer principio, la evolución creadora, se parece bastante a la naturaleza tal y como la ven las ciencias modernas (pero con un par de salvedades importantes). Los seres humanos participamos de ambos principios. Estamos, como diría Novalis, dentro y fuera de la naturaleza, somos impulso creativo y conciencia. Y cada vez que somos conscientes de algo, ese acto mental remite al origen, al principio de aquella unión intemporal.
¿Y cuáles serían esas salvedades que menciona?
Una de ellas es que para el sāmkhya, como para la mayoría de cosmologías de la Antigüedad, el mundo se construye desde arriba, sin que esto implique la intervención de un creador (en este sentido, el sāmkhya es ateo), y no desde abajo, de lo simple a lo complejo, como suponen las cosmologías modernas (la secuencia sería: sopa cósmica original de radiación – expansión y enfriamiento – formación del átomo de hidrógeno – cúmulos de materia – cocción del carbono en los hornos estelares – materia orgánica – vida – conciencia). Para esta antigua visión del mundo, la primera emanación de ese enlace entre conciencia y naturaleza (en cierto modo es una cosmología del amor, como la de Dante) es la inteligencia, antes incluso que el principio de individualidad. Es decir, es la inteligencia la que se fabrica un yo para poder experimentar el mundo. Y en esto es afín al logos tal y como lo entendía Heráclito. Pero esa inteligencia no es otra cosa que conciencia e impulso creativo, luz y fuego. Hay inteligencia, hay luz y fuego, en la célula y en la partícula (que es todo menos elemental y que se «aparea», como muestra el entrelazamiento cuántico), hay inteligencia, luz y fuego, en cada ser. Y en este sentido estamos cerca de Leibniz.
La filosofía del sāmkhya se parece en ciertos aspectos a la de Heráclito. El gran descubrimiento de Éfeso fue la secreta unidad de los contrarios, que convierte en armonía la lucha. Algo parecido ocurre en la Bhagavad-gītā, cuyo trasfondo filosófico es el sāmkhya. La unidad de lo uno no es la reducción de un principio a otro, sino la tensión esencial que hay entre dos principios eternos: creatividad y contemplación, entre lo dinámico y lo estático, entre la plenitud y el vacío, entre Aristóteles y Platón, entre el uno y el cero. El problema que enfrentamos hoy es que la ecuación moderna prescinde del segundo de los términos. Hay creación continua en el universo pero no hay nadie que la observe, ni siquiera nosotros, que somos zombis. Para el sāmkhya, el lazo amoroso de estos dos hace el mundo. Esa filosofía ha sido recientemente revivida. Bergson, Whitehead y Merleau Ponty han sido sus más ilustres exponentes, aunque probablemente sin saber que reproducían, mutatis mutandis, la propuesta del sāmkhya.
Usted no vive retirado del mundo, es profesor, está casado, tiene hijos, y ama la comida y el buen vino. No es un monje, no es un hombre religioso en el sentido de pertenecer a una iglesia, ni siquiera de creer en una deidad, si le he entendido bien. ¿Cuál es la diferencia entre usted, en la medida en que su mente determina su mundo, y la de, digamos, un científico como Richard Dawkins u otro al que tenga manía?
La diferencia es inmensa y se cifra, como ya dije, en el lugar de la conciencia en el mundo. Para Dawkins es un accidente, innecesario, en la evolución del cosmos, un mero epifenómeno del cerebro. Por mi parte prefiero optar, de un modo deportivo y no sin cierto sentido del humor, por considerar la conciencia tan vieja como el mundo, tan antigua como el big bang. La mayoría del universo parece un espacio vacío y sin sentido. Pero hay islas, las estrellas, alrededor de las cuales se desarrolla la vida y la conciencia. La estrella en este sentido es «alma del mundo», crea un orden y su entorno habitable se convierte en un huerto de valores. Whitehead profundizó en esta idea, que sospecho que rescató del Timeo platónico, que es una enciclopedia de las cosmologías de la Antigüedad.
En todo caso, la pregunta clave, que ya se hicieron budistas y averroístas, es quién es el sujeto del pensamiento. La respuesta del sāmkhya, que hereda del pensamiento védico, es genuina y, en muchos sentidos, excéntrica. El sujeto de nuestros pensamientos no somos nosotros sino la «persona» original, cada vez que pensamos o somos conscientes de algo nos remontamos al origen. Es una idea extraña, lo sé, pero muy inspiradora.
En la filosofía medieval, el libre albedrío era una cuestión palpitante, lo fue en la lucha entre Reforma y Contrarreforma y en el siglo xx lo vuelve a ser, tanto de manos de la ciencia («Dios no juega a los dados», Einstein) como de la filosofía («El hombre está condenado a ser libre», Sartre). El xxi continúa esta tensión que, sin duda, nos define. ¿Somos libres, un poco libres, o la libertad es una ilusión de lo que llamamos novedad tanto en el universo como en el hombre?
Einstein, como todos aquellos que se han formado en las matemáticas y trabajan con algoritmos, creía que había unas leyes inmutables de la naturaleza, algo que por otro lado creen la mayoría de los físicos y que se ha convertido en un dogma de esta ciencia. Es decir, creía que en un universo en evolución donde todo cambia, había algo que no cambiaba: unas leyes escritas en un lenguaje simbólico y que habitan, por así decirlo, un cielo platónico y matemático. En este sentido seguía a Spinoza y a la tradición hebrea, cuyos símbolos eternos hacen cambiar el mundo sin cambiar ellos mismos. Y no deja de ser curioso que el genio y la imaginación de Einstein que, sin saber muchas matemáticas (o quizá por eso mismo), abrió las puertas de la física cuántica, no pudiera aceptar una de sus consecuencias más radicales, la de un universo abierto donde incluso esas mismas leyes puedan cambiar. En su evolución radical, ese dios simbólico no está acabado, sino que se va haciendo a medida que avanza la evolución y se desarrollan los seres vivos. De una manera inconsciente, Einstein prefería un mundo acabado, donde la partida ya estaba jugada, aunque no conociéramos su desenlace (sólo Dios lo sabía). El filósofo budista Nāgārjuna lo decía de un modo elocuente: «el padre hace al hijo tanto como el hijo al padre». Esa participación radical, que estaba implícita en la filosofía budista, es la que me interesa. A ella está dedicada La invención de la libertad, un libro sobre tres filósofos (William James, Bergson y Whitehead) que revivieron la libertad que el positivismo había dejado exhausta.
El mar es la mejor escuela, te enseña muy rápido a distinguir lo necesario de lo inútil
Ahora una pregunta facilita, no crea que todo es tortura. Usted fue a la India con un proyecto cinematográfico y se puede decir, al menos para entender su trayectoria, que volvió de la mano de un refinado filósofo como Nāgārjuna. ¿Siempre anda leyendo a autores tan conceptuales? Hay filósofos que se pirran por la novela negra, por ejemplo, o por el fútbol. ¿Qué otras aficiones tiene usted?
De niño fui un futbolero empedernido, mi ídolo era Kempes. Crecí cerca de Mestalla y desde mi casa se oía el rugido del campo. Con ocho años pedí a los Reyes el pase de toda la temporada general de pie infantil. Todavía recuerdo el precio, ochocientas pesetas, que se ajustaba al presupuesto de los Magos de Oriente. A los catorce pasé la noche con mi hermano Quino en las taquillas del Luis Casanova para ver a la selección. Aquel Mundial fue un desastre. A mi padre no le interesaba el fútbol, era algo que entonces no entendía y ahora entiendo. Hoy juego al tenis con algunos amigos poetas. También disfruto mucho de los viajes, sobre todo a la India y a Italia. Me gusta salir a la montaña con mis hijos Álvaro y la pequeña Lucía, también me gusta navegar. Conservo algunos amigos que antaño eran marineros y hoy son capitanes. De vez en cuando nos sacan por el Mediterráneo, que es el mar de la filosofía y de mi mujer, Su, gran nadadora. El mar es la mejor escuela, te enseña muy rápido a distinguir lo necesario de lo inútil.
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