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Oriana Fallaci, la periodista implacable (Diálogos de Libro)

Oriana Fallaci: "Las preguntas son brutales porque la búsqueda de la verdad es una especie de cirugía y las cirugías duelen".





Era menuda y obstinada, corrosiva y sagaz, brillante y polémica, desmesurada. Era italiana y, durante muchos años, la entrevistadora más temida por los “poderosos de la Tierra”. Así denominaba Oriana Fallaci (Florencia, 1929-2006) a los dirigentes políticos del mundo. Todos ellos encantados de haberse conocido, la mayoría bien nutridos por la prepotencia esa inherente al poder, recibían a la Fallaci con aire condescendiente, convencidos de su capacidad para doblegar el lenguaje demoledor de aquella periodista curtida como partisana antifascista en la II Guerra Mundial, como corresponsal de guerra en Vietnam y Oriente Medio, como testigo y víctima (herida por una ráfaga de metralleta) de la matanza de Tlatelolco… Pese a los egos desmesurados de los mandamases, ninguno salió indemne de su metralla verbal. 
Las preguntas son brutales porque la búsqueda de la verdad es una especie de cirugía y las cirugías duelen. Así, los acribillaba y los dejaba KO.
Oriana Fallaci nació y creció en el seno de una familia humilde, en la Italia fascista de Mussolini. Su padre fue encarcelado y torturado por participar en la resistencia contra la ocupación nazi. Ella, que siempre quiso ser escritora, consiguió su primer trabajo en un periódico florentino mientras se formaba como periodista en la universidad. Del Mattino dell’Italia centrale fue despedida por negarse a escribir un artículo a favor de Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista italiano. Entonces se trasladó a Milán. Poco después a Nueva York, donde despegó realmente su carrera periodística. Pero fue en 1967, durante su primera misión como corresponsal de guerra, cuando despertó el auténtico volcán, la dialéctica incendiaria que le llevó a la cima de la escritura, las críticas y la polémica. No obstante, las entrevistas fueron siempre su especialidad.
Oriana Fallaci tenía fama de iceberg. Sin embargo, cuenta Cristina de Stefano en La corresponsal —la única biografía autorizada— que la turbulenta periodista se convertía en “una mujer dulcísima y frágil cuando se enamoraba.” Así la conocí. Fascinada por el temperamento, la vida, la fortaleza de Alekos Panagoulis. El hombre. Un hombre. Y así es cómo empecé a asimilar que la vida es una cuestión de excesos, que lo políticamente correcto es de cobardes, una doctrina de mierda, perversa, pergeñada para erradicar la iniciativa, la individualidad, las personalidades incómodas. Era muy joven entonces y no me daba cuenta de las dosis de rebeldía ocultas en aquel que libro que me cautivó por la potencia del amor: salvaje, descomunal, extremo, alimentado exclusivamente por emociones primarias. Una burrada, vaya. Lo único que me interesaba a los 17 años. Eso creía.
A Panagoulis, activista líder de la oposición griega a la Dictadura de los Coroneles, lo conoció en 1973. Lo entrevistó justo el día que él salió de la cárcel. Así se presentó en Atenas: con toda la artillería cargada, el bolígrafo afilado y la grabadora dispuesta a registrar el más mínimo desliz. Pero fue el griego quien le pego el tiro certero, en el centro de su corazón mediterráneo que estalló como las minas que tantas veces había esquivado. La relación de aquellas dos almas sin molde fue tan turbulenta como cabía esperar y duró hasta que él murió en un extraño accidente de coche, en mayo del 76.
Para entonces Oriana Fallaci ya había lanzado sus primeras críticas contra el islam. En 1961 realizaba un reportaje sobre la condición de la mujer en Oriente titulado El sexo inútil. Viaje en torno a la mujer. Una descarga de dardos envenenados que perfeccionó en Inshallah (1990), con vaticinios como “la próxima guerra estallará entre los que comen carne de cerdo y los que no la comen”. Se despachó a gusto, pero no lo bastante. Aún se reservaba un repertorio de acusaciones contra una religión de fanáticos e intolerantes, que plasmó en dos libros y varios artículos periodísticos casi al final de sus días.
Cuestionó el mundo, amó con desmesura, se construyó una imagen gélida y distante, un lenguaje inflexible y déspota. Su pluma bramó contra las guerras, el oportunismo político, la necedad de los dirigentes del mundo. Rasgó a zarpazo limpio los chadores de la progresía europea y “el cuento del islam moderado”. No le perturbaban las consecuencias de lo que decía o escribía porque pensaba en picado. Porque lo quería todo. Hasta que se hartó. Entonces se encerró en su particular torre de cristal neoyorquina desde donde miraba el mundo sin interferencias ni interrupciones indeseadas.
Hasta que aquel nefasto 11 de septiembre de 2001 le obligó a abrir la ventana de su aislamiento y romper su silencio. Y lo hizo, pese al cáncer que la debilitaba día a día, con la misma elocuencia furiosa que le había llevado a la cima de la controversia y el rechazo generalizado. La rabia y el orgullo es un ataque en llamas contra la cultura islámica, “una amenaza para la supervivencia de Europa”, afirma, y «la comedia de la tolerancia, la mentira de la integración y la farsa del multiculturalismo«. De ahí a los tribunales, acusada de racismo y xenofobia, fue el todo en uno a término.
Pero ella no había nacido para arrodillarse ante nadie. Fustigó hasta el límite de sus fuerzas todo lo que consideraba que debía fustigar. Como defendió con el lenguaje ciclónico que rugen los demonios lo que consideraba que debía defender.

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